Nunca imaginé que la rutina de preparar una infusión a las 5 de la tarde pudiera convertirse en un momento tan sagrado.
Mi madre, una mujer fuerte, independiente y testaruda, empezó a cambiar. Primero olvidaba dónde había dejado las llaves, luego los nombres… hasta que un día, me miró y no supo decir cómo me llamaba. Fue devastador. Pero lo que vino después me transformó.
Decidí cuidarla en casa.
No fue fácil. Hay días en que el cansancio pesa más que el amor. Pero también hubo mañanas en que una simple sonrisa suya lo compensaba todo. La asistencia domiciliaria no fue solo una ayuda práctica; fue una forma de mantener su dignidad, su historia, su olor a colonia de siempre… viva.
No quiero que este post sea una lista de consejos. Quiero que sea un espejo para quienes están pasando por lo mismo. Porque cuidar en casa no es solo atender; es aprender a escuchar el silencio, a celebrar pequeñas victorias, a descubrir una fuerza interna que no sabías que tenías.
Hoy, la silla donde se sentaba está vacía. Pero no me pesa. Me pesa más la idea de no haber estado allí, de haberle robado la posibilidad de envejecer con amor.
Por eso creo en la asistencia a domicilio. Porque no se trata solo de envejecer, sino de vivir hasta el final rodeados de sentido.